Hacía tiempo que no me pasaba algo así, pero anoche la magia volvió a nacer de la nada. Como una cerilla encendida en medio de un campo desértico. Anoche, como te digo, empecé a leer un libro y conforme pasaba las páginas me di cuenta que no era un libro cualquiera. Y el autor tampoco era un cualquiera, era una de esas almas desquiciadas por la soledad y la locura. Pero muy humano, aunque el tipo se pusiera de ácido hasta las cejas. Y yo pasaba las hojas de ese libro y quería subrayarlo entero, quería memorizar cada una esas frases maravillosas, quería grabarlas a fuego en mi memoria y hacerlas indelegnes al olvido.
Era tarde ya y no había sido un día fácil que digamos, el cansancio empezaba a hacerse notar. Los párpados me pesaban como si fuesen de plomo, pero no podía apartar la vista de aquellas líneas. No podía parar. Tenía que terminarlo esa misma noche. Y lo terminé, serían poco más de las tres de la mañana y allí estaba yo, sonriendo y satisfecha. Miraba aquel libro como los musulmanes el Corán o los judíos la Torá, con admiración y respeto.
A la mañana siguiente estaba yo estudiando cuando me golpeó de pronto una oleada de sensaciones fantásticas. A veces me pasa eso, me entran unas ganas tremendas de escribir en los momentos y lugares más inesperados y tengo que dejar todo lo que esté haciendo en ese preciso instante y ponerme a ello de inmediato, antes de que esa cosa que algunos llaman inspiración vuelva a esfumarse. Y eso hice, me puse a escribir y saqué este texto. Sabía que tenía que escribir de esa noche y de ese libro, aunque al resto del mundo le importe una mierda este hecho tan mundano o aunque se mueran de ganas por saber el nombre del libro.
En estos momentos me invade una especie clarividencia. Es como si de repente lo viese todo con una nitidez asombrosa. Es como si todas las células de mi cuerpo hubiesen hecho conexión al mismo tiempo, como una pequeña revolución interior que acaba en mis dedos mientras tecleo cada una de estas palabras.
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